En uno de nuestros habituales viajes para buscar un nuevo lugar donde poder cazar, recoger raíces y encontrar un poco de agua, mis ojos recibieron el reflejo brillante de un color que me recordó al del cielo en el momento en el que el sol está en lo alto o al de algún lagarto que pasa corriendo por miedo a que lo pisemos. Aunque era una niña y me dolían los pies después de una larga caminata me fui acercando, para poder ver mejor y me encontré una forma desconocida sujeta a las resecas ramas de un arbusto.
Lo toque con miedo y sentí que era blandito. Con cuidado lo saqué de allí y corrí a juntarme con los demás. Todos querían y necesitaban mi bolsa. Pues era eso, una bolsa, pero mucho más bonita que las nuestras hechas de hierbas secas y más fácil de llevar. Vacía no ocupaba sitio pero podías meter muchas cosas y cuando caían unas pocas gotas del cielo las podíamos guardar en ella sin que se perdieran.
Yo la sentía mía como los demás la sentían suya, entre los bosquimanos no conocíamos la propiedad privada Nos trajo alegrías y también desgracias, enfados por tenerla. La recuerdo con nostalgia. Era lo más preciado que tenía mi tribu. La cuidábamos todos como el tesoro más valioso.
Eso fue hace tiempo. Tiempo que recuerdo con añoranza y que no volverá. Ahora vivimos cerca de un pequeño río, ¡por fin agua constante! Pero entre las cosas que me preocupan, me entristecen y me dejan desconsolada está que tiradas en el suelo, sucias, cubiertas de barro y lo peor de todo ensuciando el agua tan necesaria y escasa en nuestras vidas hay un montón de bolsas de plástico que nadie recogemos.
B.A. Creación literaria.
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